ewig leuchten die sterne und unaufhoerlich faellt der schnee.
paysage d'hiver ad. rimbaud
JOSEPH BRODSKY (1940-1996)
Sobre la tumba de Brodsky, inscrita con las fechas 1940-1996 y su nombre en cirílico, había chocolates, plumas y flores. Pero sobre todo, chocolates. No había, como suele haber en casi todas las tumbas de los cementerios italianos, un retrato del difunto incrustado en la lápida.
Había esperado con ansiedad ver el último rostro de Joseph Brodsky.
En su libro sobre Venecia, Marca de agua, Brodsky escribe: «Por naturaleza inanimados, los espejos de los cuartos de hotel son aún más opacos a fuerza de haber visto a tantos. Lo que te devuelven no es tu identidad, sino tu anonimato». De una forma laxamente paradójica, el anonimato es una característica de la ausencia: es la ausencia de características. Un rostro joven es anónimo; está vacío de expresiones y de rasgos que lo identifican y nombran. A medida que envejece, adquiere las huellas que lo distinguen de los demás. Una cara que se va arrugando es cada vez menos anónima. Pero mientras un rostro envejece y adquiere mayor definición, se expone, al mismo tiempo, a más y más miradas de desconocidos —o, para seguir con la imagen de Brodsky, a más espejos de cuartos de hotel por donde han pasado tantos reflejos que todos devuelven el mismo semblante, deshecho como sus camas deshechas. Así, un rostro también va perdiendo la definición que ha ido tomando con los años, como si a fuerza de ser visto tantas veces a través de ojos ajenos, tendiera a volver a su principio informe. De esta manera, el exceso de definición que adquiere un semblante con el tiempo, y que culminaría tal vez en un monstruoso exceso de identidad —en una mueca—, se contrarresta con la simultánea pérdida de esa identidad.
Es quizá por ese motivo que todos los bebés y todos los ancianos se parecen entre sí sin parecerse a nadie en particular. En el principio y en el trecho final los rostros son anónimos.
Es lógico, entonces, que un muerto ya no tenga rostro alguno. Las caras de los muertos deben ser, en todo caso, como las que vislumbró Ezra Pound en el metro de París: «Pétalos sobre una rama negra húmeda».
Sobre la lápida de Brodsky no había ningún retrato. Era justo que no existiera ese sello definitivo de identidad; era más honesto el gris liso y opaco de la piedra —reflejo del anonimato de un hotelmensch por excelencia, hombre de muchos cuartos de hotel, muchos espejos, muchas caras. Mejor detenerse frente a la tumba y tratar de recordar alguna fotografía deBrodsky sentado en una banca de Brooklyn, o traer a la memoria una de esas grabaciones de su voz, al mismo tiempo poderosa y quebradiza, como de quien ha pasado muchas horas en soledad y ha adquirido contundencia a base de dudar:
Un árbol. Su sombra,
y la tierra;
las raíces que la penetran y se aferran.
Monogramas entretejidos.
Barro y piedras firmes.
Las raíces se entretejen y mezclan.
Las piedras tienen una masa propia
que las libra de la atadura
de un arraigo normal.
Esta piedra se sujeta firmemente.
Uno no puede moverla ni desenterrarla.
Las sombras de un árbol atrapan al hombre,
como las redes a los peces.
El resultado de un encuentro largamente esperado con un desconocido suele ser decepcionante. Lo mismo con un difunto, sólo que en este último caso no hace falta disimular nuestra decepción: un muerto, en ese sentido, es siempre más agradable que un vivo. Si al llegar frente a él nos damos cuenta de que en realidad no teníamos nada que hacer ahí, que lo entretenido era buscar su tumba y lo de menos era encontrarla —¿qué cosa dirían las piedras de Venecia que no le hayan dicho ya a Ruskin hace más de un siglo y medio?—, podemos darnos la media vuelta a los pocos minutos y el muerto no nos lo reprochará. Con los muertos no hace falta ser bien educados, aunque la religión haya intentado inculcarnos siempre un comportamiento absurdamente decoroso en las misas y en los cementerios. Guardar silencio, rezar y caminar despacio con la cabeza gacha, las manos dobladas a la altura del vientre, son costumbres que poco le importan a quien reposa bajo tierra.
Por eso resultó tan oportuna la anciana que había estado parada junto a la tumba de Pound — según me parecía hasta ese momento, en una meditación profunda. La mujer se arrimó a la sombra del árbol donde estábamos Brodsky y yo en un silencio ya incómodo, y se empezó a rascar las piernas como si tuviera pulgas o lepra. Después de rascarse se acercó un poco más y se detuvo frente a la sepultura de Brodsky. Con toda tranquilidad, como quien efectúa labores domésticas de rutina, empezó a guardarse los chocolates que le habían dejado al poeta. Cuando había terminado con éstos, se guardó también las plumas y los lápices. Después, como para no quedar mal, le dejó una flor que, supongo, se había robado de la tumba de Pound.
Imaginé, por la familiaridad con la que se movía entre las dos tumbas, que era una vieja amiga de los poetas, o quizá la dueña de la pensión donde Brodsky se hospedó en algunos de sus viajes a Venecia. Le pregunté, tímida y balbettando en mi italiano fracturado, si había conocido a Joseph Brodsky, y si lo había venido a visitar. «No, no —me dijo—, sono venuta per visitare il mio marito, Antonino. Credo che Brodsky era un poeta famoso… ma non tanto come il bello Ezra».
La anciana suspiró y se agachó para rascarse otra vez las piernas; recogió las bolsas pesadas, llenas de souvenirs necrológicos, y salió del Recinto Evangélico, como los venados del poema de W. H. Auden que Brodsky siempre citaba: silently and very fast.
- "Papeles falsos", Valeria Luiselli
Sexto Piso.
Klaus y Erika Mann, 1930. Fotografía: Lotte Jacobi / Cordon.
Bill Brandt
16|12|2020
Deathconsciousness
The Color of Pomegranates, Sergei Parajanov, 1969
Illustrations from Compendium Maleficarum (Francesco Maria Guazzo, 1608)
Jennifer Durrant & Adrienne Rich
IV
Vuelvo a casa de estar contigo a través de la temprana luz de la primavera
que destella sobre paredes corrientes, el Pez Dorado,
el baratillo, la zapatería…Voy cargada con mi bolsa
de la compra, me precipito hacia el ascensor,
donde un hombre, tenso, mayor, afectadamemte sereno,
deja que la puerta casi se cierre ante mí. ¡Por Dios, sujétela!,
le grazno. Histérica, murmura a mi paso.
Entro a la cocina, descargo los paquetes,
hago café, abro la ventana, pongo a Nina Simone
que canta Here comes the sun… Abro el correo,
mientras bebo el delicioso café, la deliciosa música,
mi cuerpo aún a la vez ligero y grávido de ti. Cae
del correo una fotocopia de algo escrito por un hombre
de veintisiete años, un rehén, torturado en prisión:
Mis genitales han sido objeto de tal despliegue de sadismo
que me mantienen constantemente despierto por el dolor…
Haz lo que puedas para sobrevivir.
Sabes, creo que a los hombres les encantan las guerras…
Y mi incurable indignación, mis irreparables heridas
revientan en lágrimas, lloro desconsolada,
y ellos todavía controlan el mundo, y tú no estás entre mis brazos.
- Adrienne Rich, de Veintiún poemas de amor. En El sueño de una Lengua común. Poesía Sexto Piso. Versión de Patricia Gonzalo de Jesús.
- Jennifer Durrant, Ghirlanda Series, Sighs to sing Nº 1